Filosofía Pancho Lasso
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Mensaje  alasenlaspatas Vie Mar 27, 2009 7:04 am

HUME: INVESTIGACIÓN SOBRE EL CONOCIMIENTO HUMANO. SECCIÓN 2º: SOBRE EL
ORIGEN DE LAS IDEAS.

Todo el mundo admitirá sin reparos que hay una diferencia considerable entre las percepciones de la mente cuando un hombre siente el dolor que produce el calor excesivo o el placer que proporciona un calor moderado, y cuando posteriormente evoca en la mente esta sensación o la anticipa en su imaginación. Estas facultades podrán imitar o copiar las impresiones de los sentidos, pero nunca podrán alcanzar la fuerza o vivacidad de la experiencia, (sentiment) inicial. Lo más que decimos de estas facultades, aun cuando operan con el mayor vigor, es que representan el objeto de una forma tan vivaz, que casi podríamos decir que lo sentimos o vemos. Pero, a no ser que la mente esté trastornada por enfermedad o locura, jamás pueden llegar a un grado de vivacidad tal como para hacer estas percepciones absolutamente indiscernibles de las sensaciones. Todos los colores de la poesía, por muy espléndidos que sean, no pueden pintar objetos naturales de forma que la descripción se confunda con un paisaje real. Incluso el pensamiento más intenso es inferior a la sensación más débil.
Podemos observar que una distinción semejante a ésta afecta a todas las percepciones de la mente. Un hombre furioso es movido de manera muy distinta que aquel que sólo piensa esta emoción. Si se me dice que alguien está enamorado, puedo fácilmente comprender lo que se me da a entender y hacerme adecuadamente cargo de su situación, pero nunca puedo confundir este conocimiento con los desórdenes y agitaciones mismos de la pasión. Cuando reflexionamos sobre nuestros sentimientos e impresiones pasados, nuestro pensamiento es un espejo fiel, y reproduce sus objetos verazmente, pero los colores que emplea son tenues y apagados en comparación con aquellos bajo los que nuestra percepción original se presentaba. No se requiere ninguna capacidad de aguda distinción ni cabeza de metafísico para distinguirlos.
He aquí, pues, que podemos dividir todas las percepciones de la mente en dos clases o especies, que se distinguen por sus distintos grados de fuerza o vivacidad. Las menos fuertes e intensas comúnmente son llamadas pensamientos o ideas; la otra especie carece de un nombre en nuestro idioma, como en la mayoría de los demás, según creo, porque solamente con fines filosóficos era necesario encuadrarlos bajo un término o denominación general. Concedámonos, pues, a nosotros mismos un poco de libertad, y llamémoslas impresiones, empleando este término en una acepción un poco distinta de la usual. Con el término impresión, pues, quiero denotar nuestras percepciones más intensas: cuando oímos, o vemos, o sentimos, o amamos, u odiamos, o deseamos, o queremos. Y las impresiones se distinguen de las ideas, en que son percepciones menos intensas de las que tenemos conciencia, cuando reflexionamos sobre las sensaciones o
movimientos arriba mencionados.
Nada puede parecer, a primera vista, más ilimitado que el pensamiento del hombre que no sólo escapa a todo poder y autoridad humana, sino que ni siquiera está encerrado dentro de los límites de la naturaleza y de la realidad. Formar monstruos y unir formas y apariencias incongruentes, no requiere de la imaginación más esfuerzo que el concebir objetos más naturales y familiares. Y mientras que el cuerpo está confinado a un
planeta a lo largo del cual se arrastra con dolor y dificultad, el pensamiento, en un instante, puede transportarnos a las regiones más distantes del universo; o incluso más allá del universo, al caos ilimitado donde, según se cree, la naturaleza se halla en confusión total. Lo que nunca se vio o se ha oído contar, puede, sin embargo, concebirse. Nada está más allá del poder del pensamiento, salvo lo que implica contradicción absoluta.
Pero, aunque nuestro pensamiento aparenta poseer esta libertad ilimitada, encontraremos en un examen más detenido que, en realidad, está reducido a límites muy estrechos, y que todo este poder creativo de la mente no viene a ser más que la facultad de mezclar, trasponer, aumentar, o disminuir los materiales suministrados por los sentidos y la experiencia. Cuando pensamos en una montaña de oro, unimos dos ideas compatibles:
oro y montaña, que conocíamos previamente. Podemos representarnos un caballo virtuoso, pues de nuestra propia experiencia interna (feeling) podemos concebir la virtud, y ésta la podemos unir a la forma y figura de un caballo, que es un animal que nos es familiar. En resumen, todos los materiales del pensar se derivan de nuestra percepción interna o externa. La mezcla y composición de ésta corresponde sólo a nuestra mente y
voluntad. O, para expresarme en un lenguaje filosófico, todas nuestras ideas, o percepciones más endebles, son copias de nuestras impresiones o percepciones más intensas.
Para demostrar esto, creo que serán suficientes los dos argumentos siguientes. Primero, cuando analizamos nuestros pensamientos o ideas por muy compuestas o sublimes que sean, encontramos siempre que se resuelven en ideas tan simples como las copiadas de un sentimiento o estado de ánimo precedente. Incluso aquellas ideas que, a primera vista, parecen las más alejadas de este origen, resultan, tras un estudio más detenido,
derivarse de él. La idea de Dios, en tanto que significa un ser infinitamente inteligente, sabio y bueno, surge al reflexionar sobre las operaciones de nuestra propia mente y al aumentar indefinidamente aquellas cualidades de bondad y sabiduría. Podemos dar a esta investigación la extensión que queramos, y seguiremos encontrando que toda idea que examinamos es copia de una impresión similar. Aquellos que quisieran afirmar que esta posición no es universalmente válida ni carente de excepción, tienen un solo y sencillo método de refutación: mostrar aquella idea que, en su opinión, no se deriva de esa fuente. Entonces nos correspondería, si queremos mantener nuestra doctrina, producir la impresión o percepción vivaz que le corresponde.
En segundo lugar, si se da el caso de que el hombre, a causa de algún defecto en sus órganos, no es capaz de alguna clase de sensación, encontramos siempre que es igualmente incapaz de las ideas correspondientes. Un ciego no puede formarse idea alguna de los colores, ni un hombre sordo de los sonidos. Devuélvase a cualquiera de estos dos el sentido que les falta; al abrir este nuevo cauce para sus sensaciones, se abre
también un cauce para sus ideas y no encuentra dificultad alguna en concebir estos objetos. El caso es el mismo cuando el objeto capaz de excitar una sensación nunca ha sido aplicado al órgano. Un negro o un lapón no tienen noción alguna del gusto del vino. Y, aunque hay pocos o ningún ejemplo de una deficiencia de la mente que consistiera en que una persona nunca ha sentido y es enteramente incapaz de un sentimiento o pasión propios de su especie, sin embargo, encontramos que el mismo hecho tiene lugar en menor grado:
un hombre de conducta moderada no puede hacerse idea del deseo inveterado de venganza o de crueldad, ni puede un corazón egoísta vislumbrar las cimas de la amistad y generosidad. Es fácil aceptar que otros seres pueden poseer muchas facultades (senses) que nosotros ni siquiera concebimos, puesto que las ideas de éstas nunca se nos han presentado de la única manera en que una idea puede tener acceso a la mente, a saber, por la experiencia inmediata ( actual feeling) y la sensación.
Hay, sin embargo, un fenómeno contradictorio, que puede demostrar que no es totalmente imposible que las ideas surjan independientemente de sus impresiones correspondientes. Creo que se concederá sin reparos que las distintas ideas de color, que penetran por los ojos, o las de sonido, que son transmitidas por el oído, son realmente distintas entre sí, aunque, al mismo tiempo, sean semejantes. Si esto es verdad de los distintos colores, no puede menos que ser verdad con los distintos matices del mismo color, y entonces cada matiz produce una idea distinta, independiente de los demás. Pues si se negase esto, sería posible, mediante la gradación continua de matices, pasar insensiblemente de un color a otro totalmente distinto. Y si uno no acepta que algunos de los términos medios son distintos entre sí, no puede, sin caer en el absurdo, negar que los extremos son idénticos. Supongamos, por tanto, una persona que ha disfrutado de la vida durante treinta años y se ha familiarizado con colores de todas clases, salvo con un determinado matiz del azul, que, por casualidad, nunca ha encontrado. Colóquense ante él todos los matices distintos de este color, excepto aquél, descendiendo gradualmente desde el más oscuro al más claro; es evidente que percibirá un vacío donde falta el matiz en cuestión, y tendrá conciencia de una mayor distancia entre los colores contiguos en aquel lugar que en cualquier otro. Pregunto, pues, si le sería posible, con su propia imaginación, remediar esta deficiencia y representarse la idea de aquel matiz, aunque no le haya sido transmitido por los sentidos. Creo que hay pocos que piensen que no es capaz de ello. Y esto puede servir de prueba de que las ideas simples no siempre se derivan de impresiones correspondientes, aunque este caso es tan excepcional que casi no vale la
pena observarlo, y no merece que, solamente por su causa, alteremos nuestro principio.
He aquí, pues, una proposición que no sólo parece en sí misma simple e inteligible, sino que, si se usase apropiadamente, podría hacer igualmente inteligible cualquier disputa y desterrar toda esa jerga que, durante tanto tiempo, se ha apoderado de los razonamientos metafísicos y los ha desprestigiado Todas las ideas, especialmente las abstractas, son naturalmente débiles y oscuras. La mente no tiene sino un dominio escaso
sobre ellas; tienden fácilmente a confundirse con otras ideas semejantes; y cuando hemos empleado muchas veces un término cualquiera, aunque sin darle un significado preciso, tendemos a imaginar que tiene una idea determinada anexa. En cambio, todas las impresiones, es decir, toda sensación -bien externa, bien interna- es fuerte y vivaz: los límites entre ellas se determinan con mayor precisión, y tampoco es fácil caer en error o
equivocación con respecto a ellas. Por tanto, si albergamos la sospecha de que un término filosófico se emplea sin significado o idea alguna (como ocurre con demasiada frecuencia), no tenemos más que preguntarnos de qué impresión se deriva la supuesta idea, y si es imposible asignarle una, esto serviría para confirmar nuestra sospecha. Al traer nuestras ideas a una luz tan clara, podemos esperar fundadamente alejar toda discusión que pueda surgir acerca de su naturaleza y realidad. [1]

HUME, David: Investigación sobre el conocimiento humano, Sección 2º: Sobre el origen de las ideas, traducida por Jaime de Salas Ortueta. Alianza Editorial, Madrid, 2004, p. 41-47.

ANOTACIONES
(1) Es probable que quienes negaron las ideas innatas, no quisieron decir más que las ideas son copias de nuestras impresiones, aunque es necesario reconocer que los términos que emplearon no fueron escogidos con tanta precaución ni definidos con tanta precisión como para evitar todo equívoco acerca de su doctrina.¿Qué es lo que se entiende por innato ? Si lo innato ha de ser equivalente a lo natural, entonces todas las percepciones e ideas de la mente han de ser consideradas innatas o naturales, en cualquier sentido en que tomemos la palabra, por contraposición a lo infrecuente, a lo artificial o a lo milagroso. Si por innato se entiende lo simultáneo a nuestro nacimiento, la disputa parece ser frívola, pues no vale la pena preguntarse en qué momento se comienza a pensar, si antes, después o al mismo tiempo que nuestro nacimiento. Por otra parte, la palabra idea parece haber sido tomada, por lo general, en una acepción muy lata por Locke y otros, como si valiese para cualquiera de nuestras percepciones, sensaciones o pasiones, así como pensamientos.
Ahora bien, en este sentido, quisiera saber lo que se pretende decir al afirmar que el amor propio, el resentimiento por daños o la pasión entre sexos no son innatas. Pero admitiendo los términos impresiones e ideas en el sentido arriba explicado, y entendiendo por innato lo que es original y no copiado de una percepción precedente, entonces podremos afirmar que todas nuestras impresiones son innatas y que nuestras ideas no lo son.
Para ser sincero debo reconocer que, en mi opinión, Locke fue conducido indebidamente a tratar esta cuestión por los escolásticos que, valiéndose de términos sin definir, alargaban sus disputas, sin alcanzar jamás la cuestión a tratar. Ambigüedad y circunlocución semejantes penetran todos los razonamientos de aquel gran filósofo sobre ésta, así como sobre la mayoría de las demás cuestiones.
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